Comparar a Dios con un gallego

El 8 de abril el Washington Post publicaba un artículo sobre un experimento que había ideado su crítico musical Gene Weingarten. Consistía en comprobar hasta qué punto identificamos la belleza o necesitamos que alguien nos diga qué es bello.

La forma de comprobarlo fue poner a posiblemente el mejor violinista del mundo, Joshua Bell, con uno de los mejores violines del mundo, su propio Stradivarius de 1713, interpretando algunas de las más bellas obras de la música clásica, el Chaconne de Bach, el Ave María de Schubert, algo de Massenet... Se trataba, repito, de ver si la gente identifica la belleza que se muestra de forma inesperada. Traduzco (de aquella manera) el tercer párrafo del artículo, titulado Perlas antes del desayuno:
Todo el que pasaba tenía que elegir rápidamente, algo normal para los viajeros de cualquier ciudad donde los músicos callejeros forman parte del paisaje: ¿Paras y escuchas? ¿Pasas rápidamente con una mezcla de culpabilidad y enfado, consciente de tu tacañería pero molesto por la inesperada petición de tu tiempo y tu dinero? ¿Dejas un dólar, solo por educación? ¿Cambia tu decisión si es realmente malo? ¿Y si es realmente bueno? ¿Tienes tiempo para la belleza? ¿No deberías tenerlo? ¿Cuál es el esquema moral del momento?
El artículo incluye tres vídeos con el resultado del experimento, a cual más deprimente. Éste lo he encontrado en Youtube y en él aparece la única mujer que identificó a Joshua Bell, y eso porque le había visto tocando en la Biblioteca del Congreso:


La mayoría de la gente ni siquiera reparó en la presencia del violinista, los que le vieron no parecen darse cuenta de la maravilla que están escuchando y tras 45 minutos apenas recauda unos pocos dólares, que fueron donados a causas benéficas. Muy triste.

Hoy El Mundo, diario bórico (Quequé dixit), publica la versión española del experimento, titulada Un concierto para casi nadie. En vez de L'Enfant Plaza Station, la estación de Bilbao del Metro de Madrid. En vez de un violín Stradivarius, una guitarra acústica. En vez de música clásica, pop español. En vez de Joshua Bell interpretando a Schubert... Nacho Campillo cantando (ejem) sus propias canciones.

El resultado deja tan bien a los viajeros madrileños como justamente mal a Nacho Campillo: pocos reconocen su cara porque tampoco es tan conocida, pero sí reconocen "Manuel, Raquel" y "Espaldas mojadas" porque para eso están las radiofórmulas. Guau, qué gran hallazgo sociológico, se me encoge el corazón arrobado punto com. Y al final no recauda más que 71 céntimos de euro, mucho menos que Joshua Bell, y aún así mucho me parece. Si quieren ver un vídeo resumen hay un enlace en el artículo que me niego a enlazar. Y, por cierto, no dice nada del destino final de los 71 céntimos ni de si entregó la parte correspondiente a la SGAE, ya que al fin y al cabo era una ejecución pública con fines económicos.

Total, que en vez de hacer un interesante artículo sobre la capacidad de identificar la belleza, todo queda reducido a si la gente reconoce a Nacho Campillo y las canciones de Tam Tam Go!, poco menos que un vídeo con cámara oculta cualquiera. ¿Y quién firma esta puta mierda de artículo? Silvia Grijalba.


Su web nos da la bienvenida con una máquina de escribir rosa que da paso a un fondo rosa, encabezado por un rótulo que dice que Silvia es uno de los 500 españoles más influyentes en la "creación de tendencias" o algo así. Visto el artículo en El Mundo, la tendencia actual debe ser poner un montón de comas por todas partes. Menos mal que esa clase de listas solo sirven para saber que quienes las elaboran, publican y siguen son idiotas, porque si no aviados íbamos. En la sección de fotos de la web de Silvia, por cierto, hay un vídeoclip protagonizado por la susodicha para promocionar su última novela que resulta muy ilustrativo.

Silvia consigue una pirueta al alcance sólo de los creadores de tendencias, supongo: no sólo no entiende el objetivo original del experimento y se queda en la frivolidad (escribiendo mal el nombre de Joshua Bell), sino que para colmo llega a las mismas conclusiones que el Washington Post -que la vida moderna nos impide ver lo que tenemos delante por muy bello que sea- aunque los resultados de su prueba decian justo lo contrario: la gente sí ve a Nacho Campillo, sí reconoce las canciones pero no le dan nada.


Yo, que mi única tendencia es al reposo absoluto, entiendo que la gente piensa que la música y la voz de Nacho Campillo no valen un carajo. Por eso sólo saca 71 céntimos mientras un conjunto de dixie-land que suele parar por la plaza de Santa Ana llena la saca. Pero, claro, qué sabré yo...



PD: Respecto al título, por supuesto, ser gallego no es ser idiota. Pero si eres gallego y te ofende el título es que eres idiota.

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